Hasta el año 1868 transcurre un periodo que contempla los epígonos del reinado de Carlos IV y los completos reinados de Fernando VII e Isabel II, con regencias incluidas, años prolíferos en pronunciamientos y guerras como la del Francés, también llamada de la Independencia, y de la guerra civil entre carlistas y liberales. Pero tras diferentes siglos, lo que en realidad dividía y desangraba a los españoles era la pugna entre modernidad y el antiguo régimen. Y debemos saber ver tras el telón de unas ideologías políticas y religiosas, defensas de intereses sociales, de formas de subsistencia. Porque detrás de los realistas de 1812, devenidos carlistas en 1833, estaba la nobleza y la Iglesia que se aferraban a los privilegios feudales. Pero también estaban los pequeños payeses que querían continuar con el proteccionismo de instituciones como los pósitos, la beneficencia conventual, el abrigo de las tierras comunales o los empequeñecidos diezmos, frente a los nuevos impuestos liberales o de las crecientes rentas que debían pagar a los nuevos propietarios. También el liberalismo amparaba la necesidad que la burguesía tenía de libertad económica y de horarios y salarios no reglamentados para los gremios, de que se desamortizaran las tierras de los conventos para poder invertir en inmuebles urbanos o adquirir las tierras de la nobleza. Pero también las clases populares urbanas interpretaban el liberalismo a su manera, es decir, que fueran reconocidas sus asociaciones mutualistas, cooperativas y de resistencia frente a las nuevas condiciones laborales. Si el mercado imperaba sobre las relaciones de trabajo y en 1836 se abolían los gremios, los trabajadores pedían al liberalismo más derechos para defenderse. Paralelamente en la Guerra del Francés y en el rigodón que bailaron absolutistas y liberales a lo largo de estos tres cuartos de siglo, se dirimieron los conflictos mencionados. Y como si de un baile se tratara, los pronunciamientos liberales avanzaban hacia la destrucción del Antiguo Régimen, aunque los restablecimientos absolutistas lo desbailaban. Pero los cortos períodos de gobierno liberal fueron muy eficientes al desamortizar las tierras de la Iglesia, de los propios y comunales, de abolir los señoríos, de acabar con los gremios, de aniquilar los estamentos, de suprimir la Inquisición, etc.
Mientras explotaba la Guerra del Francés y, como las Baleares fueron de pocos territorios no ocupados por Napoleón, miles de refugiados, principalmente catalanes, llegaron a Palma y a Mahón. Esto conllevó graves problemas de carestía y convirtió las islas en un baluarte de simpatizantes del absolutismo de Fernando VII. En Cádiz, las Cortes promulgaban la Constitución de 1812, de un liberalismo muy avanzado para la época y cabe decir que con la brillante colaboración de nuestro obispo Nadal. Si aquella constitución llevó a la abolición de la monarquía absoluta y del feudalismo, no menos pecó de centralismo, instituyendo las uniformadoras provincias. Era el precio que se pagaba por haber escogido el modelo del liberalismo centralizador francés. Pero cuando en 1814 volvió el monarca, abolió todas las reformas y entre otras restauraciones, volvió la Inquisición con el soporte del absolutismo isleño y de la Iglesia, siempre con excepciones como el liberal obispo Nadal, el primero en ordenar sacerdotes judíos. El convento de Santo Domingo de Palma expuso de nuevo los sambenitos, símbolo de la persecución judía. Hasta el año 1833, año en que murió el rey, se vivió una época ominosa por las persecuciones a los liberales, -un buen grupo de mallorquines se exiliaron a Francia-, y la reimplantación del Antiguo Régimen. A partir de 1833, durante la regencia de María Cristina y de todo el reinado de Isabel II, el régimen liberal fue extremadamente moderado por lo que se refiere a los liberados, aunque muy eficiente en la supresión de los vestigios feudales. Las nuevas fuerzas económicas necesitaban imperiosamente el final del Antiguo Régimen. En Mallorca la agricultura caminaba hacia la especialización y el mercado, la industria aumentaba la productividad, el transporte iba vertebrando el mercado, los bancos financiaban este proceso y la expansión del comercio colonial era aprovechada por payeses, navieros y comerciantes, pero también por sectores de la nobleza.
Este siglo contempló una sistemática política de castellanización que, entre otros extremos, pasó por la prohibición del catalán en el recién creado instituto palmesano y por la supresión de la Universidad Luliana. Esto último supuso un duro golpe al desarrollo del pensamiento luliano y al progreso del derecho foral balear. Aunque, a partir del cuarto decenio de ese siglo se fue formando un movimiento de recuperación de la lengua y la historia propias: el Renacimiento catalán, con una relevante representación de escritores y poetas que compartieron los salones del Ateneo Balear con el impulsor del movimiento renacentista en la isla, Pons i Gallarza. Quería recuperar los derechos de identidad nacional pero también el patrimonio monumental y antropológico, encontrando las simpatías de un ilustre viajero, el Archiduque, que a finales de siglo se instaló en la isla y contribuyó en su preservación.
La agricultura isleña de la segunda mitad del siglo XIX ya había sufrido transformaciones importantes, pasando de un predominio casi absoluto de los cultivos de subsistencia a los especializados. Esto fue estimulado por su inserción en los circuitos comerciales exteriores. En la Mallorca de entonces era predominante la gran propiedad en manos de la nobleza, conducida por grandes arrendatarios payeses. Los numerosos jornaleros mallorquines iban adquiriendo pequeñas propiedades, el producto de las cuales a veces manufacturaban y exportaban. La industria ocupaba un lugar relevante, predominaba la zapatera, la textil y la de alimentación. La producción se exportaba mayoritariamente a las Antillas y era fruto de talleres manufactureros y de algunas fábricas ya mecanizadas. Prósperos comerciantes y navieros monopolizaban todo este tráfico marítimo, mientras que en 1872 se fundaba el primer ferrocarril mallorquín, sin ninguna ayuda estatal.
Este panorama nos explica el protagonismo que la nueva clase mercantil tuvo en las instituciones y en las reivindicaciones que afloraban durante el Sexenio Revolucionario. Estuvieron sobre todo representados por los liberales y por los partidos Radical y Republicano Federal. Mientras que alrededor de los conservadores, que defendían la monarquía y en contra de la separación Iglesia-Estado, encontramos los terratenientes, muchos con intereses financieros, y clero. Este sector conservador durante el periodo revolucionario se identificó a menudo con un carlismo en ascenso y hostigó continuamente reformas como el matrimonio civil, la enseñanza laica, la libertad de culto, etc. El corrupto y poco representativo régimen de Isabel II dio paso a una etapa democrática. Tras las juntas y los partidos que dieron soporte a la nueva situación se encontraba la burguesía comercial y naviera pero también la menestralía y los obreros fabriles. La estrenada libertad conllevó una inusitada socialización de la política, la organización del movimiento obrero, la participación en la vida pública de las primeras feministas y el auge del asociacionismo.
Durante la etapa revolucionaria se puede decir que en las diferentes elecciones legislativas hubo un cierto equilibrio de fuerzas entre republicanos y radicales por un lado y conservadores y carlistas por otro. Aun así, desde las municipales de 1869 los republicanos obtuvieron la mayoría en el ayuntamiento de Palma. Los republicanos federales baleares hacían bandera de la reivindicación del autogobierno. Esto explica que el 18 de mayo de 1869 los federales baleares, catalanes, aragoneses y valencianos decidieran comenzar la reconstrucción federal de España, rehaciendo la antigua Corona de Aragón. En 1873, ya instaurada la República, se intentó poner en práctica este pacto y las diputaciones catalanas y la balear, proclamaron en Barcelona unilateralmente el Estado Catalán. Iniciativa que fue anulada con la visita a Barcelona del presidente de la República.
No obstante aquella república fue efímera y tuvo su epílogo el 3 de enero de 1874, cuando el general Pavía, tras tomar el palacio de las Cortes libró el poder ejecutivo al general Serrano. Se iniciaba un régimen monárquico de corte liberal pero poco democrático. Arrastraba los vicios de la monarquía isabelina en cuanto al predominio del ejecutivo sobre el legislativo, la corrupción del proceso electoral, exagerado centralismo y monopolizado por dos únicas fuerzas políticas. La oposición era vista como enemiga a destruir por el régimen. Gracias al distrito único y al perfecto control caciquil, en Mallorca se cumplió escrupulosamente el turno de partidos, entre liberales y conservadores, durante toda la Restauración. Sólo en las municipales salían elegidos regidores republicanos y socialistas para Palma y para algunos pueblos de una cierta industrialización. Además de estos artilugios legales la clase dirigente isleña utilizaba coacciones y favores por tal de controlar al electorado, posibilitados por la legislación de la Restauración, la cual no garantía el secreto de voto ni la independencia entre la administración y el gobierno. En fin, faltaba la más básica división de poderes.
Hasta finales de siglo, de los dos partidos turnados, fue el liberal el que representó mejor el entramado de clases dominantes. Ya que aquel partido, liderado desde el año 1881 por Antonio Maura, gracias al proteccionismo agrarista tuvo buenas relaciones con los terratenientes. Mientras su nulo laicismo le concedía la benevolencia de la integrista iglesia mallorquina. Por otro lado, intentó con éxito acercarse al republicanismo más moderado que representaría los intereses comerciales, financieros e industriales. La labor de Maura consistió en neutralizar lentamente desde un centralismo político, los dos polos que se oponían al nuevo régimen y que todavía tenían fuerte implantación, los carlistas y los republicanos. La burguesía comprendió que con el distrito único, la red caciquil rural y el dominio de la administración era imposible para los republicanos sentarse en las instituciones de la isla, enviar representación a Madrid e incluso no ser discriminados como contribuyentes, al solicitar licencias, etc. Esta constatación los hizo escoger la vía caciquil de la Restauración.
Los republicanos federales, apartados del poder, dedicaron sus fuerzas a iniciativas culturales, sociales y económicas, como la reorganización del Ateneo Balear, la creación de la Escuela Mercantil, de la fundación de la Caja de Ahorros y Monte de Piedad de las Islas Baleares, del Banco Mallorquín, de la Cía. Curtidora e Industrial, de los Docs, de las Ferias y Fiestas de Palma, del nonato Congreso Feminista, relacionado con la numerosa Unión Obrera Balear, poniéndose al frente del asociacionismo popular. O también siguiendo la tradición desarrollada durante el Sexenio defendiendo a los industriales de las amenazantes contribuciones del estado centralista, con la creación en 1882 de la Liga de Contribuyentes y de la combativa huelga antitarifas. Hacia 1892 un grupo de obreros organizados en torno al Ateneo Obrero de Mallorca se adhirió al Partido Socialista Obrero Español y fue organizando todos los gremios, en detrimento de la influencia republicana. Más de la mitad de la mano de obra de la industria zapatera y textil era femenina. Pero esta laboriosidad de las mujeres no se correspondía con su grado de instrucción, ya que alrededor del cambio de siglo el analfabetismo femenino llegaba a cerca del 80% frente al 70% masculino.
El último decenio del siglo llevó una fuerte crisis en diferentes sectores de la economía mallorquina: crisis agraria finisecular, crisis vitivinícola, crisis de los mercados coloniales. En el año 1898 comenzamos a encontrar las primeras iniciativas de cariz regeneracionista en la isla, a relacionar con la Liga de la Producción Regional, básicamente integrada por comerciantes y algunos industriales. Esta se proponía conseguir la concesión del puerto franco para el de Ciudad; era un intento de revivir la industria mallorquina pero también de dotar a la isla de una especialización comercial.